Se propaga y todo se acabó. Me gustaría hacer un anecdotario- o sea que en un futuro no tendrá utilidad- repleto de frases que si bien no marcan la existencia, van dejando pequeños recuerdos de la gente que las cifra. Normalmente olvido las caras de quien no me deja algo, y recuerdo el rostro de los que sin conocerme y sin intención alguna emiten una idea que me hace cosquillas en la cabeza. Es feo pero es la realidad.
Dos días en la capital de Argentina y otros dos días en el río de la plata hacen que de pronto las cosas en la cabeza se remuevan, no tanto como yo esperaba pero movimiento cabezal definitivamente hubo. No estaba segura de querer ir a una ciudad llena de gente y carros; pero como nunca estoy segura de nada, que me voy. Y que me gusta. Y que me asusto. Y que me gusta todavía más. El sol parece estar enojado con Montevideo y no quiere salir más con él, entonces los que la pagamos somos los pobres estudiantes extranjeros- léase con tono de falsa aflicción-. Estaba enferma, me dolía la cabeza y no quería dormirme en el ómnibus que nos llevó de Montevideo a Colonia. Las condiciones para cerrar mis ojos eran las idóneas: 7 de la mañana, asientos comodísimos, movimiento que arrulla, poca charla y una pésima película. ¿Qué más le podía pedir a la vida en ese momento? Y, que llegamos a Colonia.
En Colonia pude experimentar lo más cercano a una detención, aunque calma querido lector no me detuvieron, migración me dejó pasar a mí y mis demás compañeras sin presentar la tarjeta de entrada al país. El mundo debería de ser libre tránsito, ese afán de controlar me causó por primera vez un pensamiento de conquista del mundo muy perjudicial. Ahí en nuestra pequeña espera me encontré con otros compañeros de movilidad y eso fue… totalmente inesperado por lo tanto sorpresivo para mí; siendo el mundo tan pequeño. Después me contente porque hay gente buena en las aduanas que perdona a las turistas mensas. Y me seguía doliendo la cabeza, más.
El resto del viaje no tiene sentido especificarlo, porque se resume en un vals del ferry, mi dolor de cabeza, los asientos incómodos y el río de la plata otra vez de escenario. Quería dormir nada que podía; en la hilera de al lado llega una niña atraída por el acento totalmente estadounidense de un compañero de intercambio en la ORT. La niña y esa conversación ajena hicieron mi viaje mucho más placentera. Trece años y el ímpetu de querer comerse el mundo, conocer personas y sin miedo a caminar firme. La niña que iba de paseo de excursión quería practicar su inglés, necesitaba quitarse la duda sobre la nacionalidad de aquellos que hablaban una lengua distinta y no iba a perder la oportunidad de conocer partes pequeñas de otros países. La admire, toda su seguridad y la simpatía con la que sociabilizó, pensé: los niños ya no son como antes. Y sí, escuche una conversación ajena pero era imposible no concentrarse en la avidez con la que la pequeña preguntaba. Mis disculpas por la mala educación.
No sé cuánto tiempo exacto pasó entre que llegue a Buenos Aires y en el que ya estaba dormida en un la cama de un lagarto, el hostal y una cama que se hizo mi amiga de inmediato. De ahí en adelante el fin de semana se traduce en turista en una pulsante normalidad, turista que poniéndole adjetivos sería mala, mas no el viaje.
La frase para el anecdotario de ese momento fue “Virgen de la agarradera, agárrame a mi primero” vendedor ambulante en día soleado de Buenos Aires al ver pasar a una no fea mujer.
Dos días en la capital de Argentina y otros dos días en el río de la plata hacen que de pronto las cosas en la cabeza se remuevan, no tanto como yo esperaba pero movimiento cabezal definitivamente hubo. No estaba segura de querer ir a una ciudad llena de gente y carros; pero como nunca estoy segura de nada, que me voy. Y que me gusta. Y que me asusto. Y que me gusta todavía más. El sol parece estar enojado con Montevideo y no quiere salir más con él, entonces los que la pagamos somos los pobres estudiantes extranjeros- léase con tono de falsa aflicción-. Estaba enferma, me dolía la cabeza y no quería dormirme en el ómnibus que nos llevó de Montevideo a Colonia. Las condiciones para cerrar mis ojos eran las idóneas: 7 de la mañana, asientos comodísimos, movimiento que arrulla, poca charla y una pésima película. ¿Qué más le podía pedir a la vida en ese momento? Y, que llegamos a Colonia.
En Colonia pude experimentar lo más cercano a una detención, aunque calma querido lector no me detuvieron, migración me dejó pasar a mí y mis demás compañeras sin presentar la tarjeta de entrada al país. El mundo debería de ser libre tránsito, ese afán de controlar me causó por primera vez un pensamiento de conquista del mundo muy perjudicial. Ahí en nuestra pequeña espera me encontré con otros compañeros de movilidad y eso fue… totalmente inesperado por lo tanto sorpresivo para mí; siendo el mundo tan pequeño. Después me contente porque hay gente buena en las aduanas que perdona a las turistas mensas. Y me seguía doliendo la cabeza, más.
El resto del viaje no tiene sentido especificarlo, porque se resume en un vals del ferry, mi dolor de cabeza, los asientos incómodos y el río de la plata otra vez de escenario. Quería dormir nada que podía; en la hilera de al lado llega una niña atraída por el acento totalmente estadounidense de un compañero de intercambio en la ORT. La niña y esa conversación ajena hicieron mi viaje mucho más placentera. Trece años y el ímpetu de querer comerse el mundo, conocer personas y sin miedo a caminar firme. La niña que iba de paseo de excursión quería practicar su inglés, necesitaba quitarse la duda sobre la nacionalidad de aquellos que hablaban una lengua distinta y no iba a perder la oportunidad de conocer partes pequeñas de otros países. La admire, toda su seguridad y la simpatía con la que sociabilizó, pensé: los niños ya no son como antes. Y sí, escuche una conversación ajena pero era imposible no concentrarse en la avidez con la que la pequeña preguntaba. Mis disculpas por la mala educación.
No sé cuánto tiempo exacto pasó entre que llegue a Buenos Aires y en el que ya estaba dormida en un la cama de un lagarto, el hostal y una cama que se hizo mi amiga de inmediato. De ahí en adelante el fin de semana se traduce en turista en una pulsante normalidad, turista que poniéndole adjetivos sería mala, mas no el viaje.
La frase para el anecdotario de ese momento fue “Virgen de la agarradera, agárrame a mi primero” vendedor ambulante en día soleado de Buenos Aires al ver pasar a una no fea mujer.